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Últimas tardes

T rey leía últimas tardes consigo misma cuando vio desde la ventanilla del autobús —que como cada viernes las traía de vuelta— a un chico moreno tumbado sobre el césped del bulevar, cerró el libro y ensoñó un poco con él antes de despertar a su amiga Lola. Ya estaban. Aún no era de noche; los días eran largos ya, pronto llegarían los exámenes y el periodo de enclaustramiento voluntario. Pero el verano asomaba, y con él la promesa de las noches sin fin y los amaneceres en Café del Mar y las paellas familiares en el club náutico. Y… quizás, por qué no, algo de aventura en su vida. Preestablecida. Encorsetada. Bien. Ovidio Pop, rumano de Campo de Criptana —provincia de Ciudad Real— se irguió levemente para contemplar sobre el arrayán de la mediana al par de muchachas que acababa de posarse, como mirlos, a cincuenta metros de allí. Ahuecó la mano en forma de visera y las siguió con la mirada mientras se alejaban despreocupadas hacia el atardecer. La rubia tenía un buen culo. Pensó

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